martes, 22 de diciembre de 2009

EL ESCALADOR

Me gustaría contarte un cuento:


“ Había una vez un hombre que estaba escalando una montaña. Estaba haciendo una escalada bastante complicada, una montaña en un lugar donde se había producido una intensa nevada. El había estado en un refugio esa noche y a la mañana siguiente la nieve había cubierto toda la montaña, lo cual hacía muy difícil la escalada. Pero no había querido volverse atrás así trepando y trepando, escalando por esta empinada montaña, hasta que en un momento determinado, quizás por un mal cálculo, quizás porque la situación era verdaderamente difícil, puso el pico de la estaca para sostener su cuerda de seguridad y se soltó el enganche. El alpinista se desmoronó y empezó a caer por la montaña golpeando salvajemente contra las piedras en medio de una cascada de nieve.
Pasó toda su vida por su cabeza y cuando cerró los ojos esperando lo peor, sintió que una soga le pegaba en la cara. Sin llegar a pensar, de un manotazo instintivo se aferró a esa soga. Quizás la soga se había quedado colgada de alguna amarra... si así fuera, podría ser que aguantara el golpe y detuviera su caída.

Miró hacia arriba pero todo era la ventisca y la nieve cayendo sobre él. Cada segundo parecía un siglo en ese descenso acelerado e interminable. De repente la cuerda pegó el tirón y resistió. El alpinista no podía ver nada pero sabía que por el momento se había salvado. La nieve caía intensamente y él estaba allí, como clavado a su soga, con muchísimo frío, pero colgado de este pedazo de lino que había impedido que muriera estrellado contra el fondo de la hondonada entre las montañas.

Trató de mirar a su alrededor pero no había caso, no se veía nada. Gritó dos o tres veces, pero se dio cuenta de que nadie podía escucharlo. Su posibilidad de salvarse era infinitamente remota; aunque notaran su ausencia nadie podría subir a buscarlo antes de que parara la nevada y aun en ese momento, como sabrían que el alpinista estaba colgado de algún lugar del barranco?

Pensó que si no hacía algo pronto, este sería el fin de su vida.
Pero, Qué hacer?

Pensó en escalar la cuerda hacia arriba para tratar de llegar al refugio, pero inmediatamente se dio cuenta de que eso era imposible. De pronto escuchó la voz. Una voz que venía desde su interior que le decía sueltate. Quizás era la voz de Dios, quizás la voz de su sabiduría interna, quizás la de algún espíritu maligno, quizás una alucinación.... y sintió que la voz insistía, sueltate, sueltate.

Pensó que soltarse significaba morirse en ese momento. Era la forma de parar el martirio. Pensó en la tentación de elegir la muerte para dejar de sufrir. Y como respuesta a la voz se aferró más fuerte todavía. Y la voz insistía sueltate, no sufras más, es inútil este dolor, sueltate. Y una vez más él se impuso aferrarse más fuerte aun, mientras concientemente se decía que ninguna voz lo iba a convencer de soltar lo que sin lugar a dudas le había salvado la vida. La lucha siguió durante horas pero el alpinista se mantuvo aferrado a lo que pensaba que era su única oportunidad.
Cuenta esta leyenda que a la mañana siguiente la patrulla de búsqueda y salvamento encontró al escalador casi muerto. Le quedaba apenas un hilito de vida. Algunos minutos más y el alpinista hubiera muerto congelado, paradójicamente aferrado a su soga.... a menos de un metro del suelo.”


Y yo digo, a veces no soltar es la muerte.
A veces la vida está relacionada con soltar lo que alguna vez nos salvó.
Soltar las cosas a las cuales nos aferramos intensamente creyendo que tenerlas es lo que nos va a seguir salvando de la caída.

lunes, 14 de diciembre de 2009

EL HOMBRE Y SU CARCEL

La guerra concluyó dejando tras de sí, entre otras cosas, paredes desmoronadas y destruidas. Como a muchos otros, la muerte y la destrucción me liberó de todo. Por primera vez tras muchos años me quedé sin referencias, sin obligaciones, sin condicionamientos.
Y después de unos días me sentí oprimido por una libertad insoportable.
No sabía qué hacer con ella.
Ahora que, finalmente, podía ir donde quisiera, no iba a ninguna parte.
La gente era en general muy amable conmigo, quizá porque yo le gustaba, por mi manera de ser o por alguna otra razón desconocida. Pero de todas maneras yo no aceptaba ninguna invitación. Temía que eso me quitara libertad y por eso no me atrevía a concertar ninguna cita.
Yo podía ir y venir a mis anchas. Podía hacer todo lo que se me ocurriera...
Y quizá por esa misma causa, no hacía nada.
Me sentía perdido entre las casas abiertas y la gente ocupada.
El largo día me parecía ser la terrible cárcel de la libertad.
El hastío me devoraba.
Mi mañana comenzaba muy tarde. Acostumbraba salir a la calle con la idea de visitar a alguno de mis amigos pero irremediablemente, yendo hacia su casa, me arrepentía hasta detenerme y ponía en duda la importancia de la visita o el sentido de hacerla. Pero sobre todo me generaba inquietud predecir lo que habría de seguirla.
Tomaba una dirección determinada con la convicción de que algo me estaría esperando pero de pronto me encontraba parado en la esquina de una calle, desesperado de todo, hastiado de todo y oprimido por ese libre albedrío y por las numerosas posibilidades que se me presentaban.
Así caía la tarde, sin haber abierto un libro y sin haber tomado en las manos mi violín.
Quería querer algo. Quería que algo me importara. Pero nada en la vida me era demasiado querido ni suficientemente odiado.
Hasta que cierto día, cuando creía no tener otra alternativa que la muerte, decidí encerrarme en mi cárcel. Dentro de ella encontraría alivio a mi corazón, como me había sucedido otras veces.
Abrí mi armario secreto, que cerraba bajo llave, saqué la llave me dirigí a la cárcel.
Mi cárcel se encontraba en el centro de una de las calles más animadas de la ciudad y en la puerta colgaba un cartel que anunciaba:

CARCEL PRIVADA
ENTRADA PROHIBIDA A EXTRAÑOS

Los transeúntes no le prestaban atención, puesto que sobre muchas otras puertas de la ciudad colgaban carteles similares.
La llave chirrió en la cerradura y la puerta se abrió con el quejido familiar.
Entré prescindiendo de la mirada de los que espiaban y cerré rápidamente la puerta tras de mí.
Apenas traspasé el umbral, se apoderó de mi una gran tranquilidad y mis pasos, hasta ahora dudosos, se hicieron firmes y seguros.
Reconocí inmediatamente mi buena y vieja cárcel. Reconocí las paredes blanqueadas y frescas, el reloj que marchaba sobre la pared, la mesa siempre llena de polvo, las hojas de papel, el violín, el lápiz afilado que me esperaba, la ventana abierta a la calle y el cómodo sofá.
Me acerqué a las rejas de la ventana, tomé con manos trémulas de felicidad las barras de hierro y un segundo después tomé la llave y la tiré por la ventana hacia la acera.
Me senté junto a la mesa. Sabía que algo faltaba en mi vida: un horario.
Tomé una hoja de papel y comencé a escribir:

Horario

- Despertarme a las 6.00
- Aseo, ejercicio físico, limpieza habitación, desayuno, música (de 6 a 10,30)
- Mirar por la ventana (de 11 a 13)
- Almuerzo, acostado inmóvil, movimientos y alaridos, muecas ante el espejo, estudios, mirar por la ventana, escribir cartas a mí mismo, cena, leer cartas, pensar sobre el exterior, plegaria, aseo (de 13 a 22)
- Recogimiento – 22,30


Pegué entonces el papel sobre la pared.
Los días me empezaron a llenar de seguridad y observé mi horario con maravillosa puntualidad. Estaba seguro de experimentar la sensación de plenitud que embarga al hombre ocupado.
Sin embargo, pese a la magnificencia de la satisfacción de los primeros días y el absoluto asentamiento en mi cárcel de olvido, comencé repentinamente a echar de menos el mundo de fuera de las rejas de mi ventana.
Noté que comía poco, que dejó de interesarme el violín y que me absorbían cada vez más los pensamientos sobre el exterior y mirar por la ventana.
Debo confesar que comencé a traicionarme.
Mientras hacía ejercicios, echaba una ojeada a pesar mío hacia la ventana; después de dos meses me levantaba más temprano y saltaba el desayuno para mirar más tiempo por la ventana.
Empecé a experimentar una horrible sensación de desarraigo, mucho más intensa que antes. Y me dí cuenta de que en el exterior, fuera de mi ventana, bullía la vida mientras yo estaba en la cárcel, aislado de todos y rodeado de murallas, la mayor parte de las cuales había levantado con mis propias manos.
Que difícil me resultó enfrentarme a la verdad.
Quería regresar a todo aquello que había despreciado, a la vida y a los seres humanos. Quería salir, juro que lo quería. Pero me acordé de que la llave estaba afuera, lejos del alcance de mi mano, todavía tirada junto al cordón.
En realidad, pensé, bastaba pedirla a uno de los transeúntes para encontrarme de nuevo entre seres humanos.
Primero rogué en voz baja, luego en voz alta y finalmente a gritos, pero nadie prestó atención a mi pedido. La gente caminaba apresurada, como si no me viera, como si no supiera que mi libertad se encontraba en sus manos.
Jamás sufrí tanto. Mi cárcel, refugio ideal de otros tiempos, me había aislado de la vida.
De pronto, pasos irregulares se dejaron oír a la izquierda de mi ventana. Una anciana se acercó lentamente y se detuvo justo al lado de la llave de mi prisión.
Mis sentidos estaban tensos hasta estallar. Era indudable que había visto la llave. Seguí su mirada.... Con tal de que no la coja y desaparezca con ella para siempre, pensé.
- Eh.... Oiga..... Usted..... La llave es mía..... – le grité -. Si me abre le regalo este lugar.... ¿Me escucha?
Pero ella no me escuchaba.
Muy despacio tendió la mano, como yo temía, hacia la llave.
Antes de alcanzar a tocarla, tropezó y se cayó en la calle golpeándose la cabeza.
- Socorro – gritó -. No puedo levantarme.
Nadie acudió en su ayuda. La calle estaba desierta.
- Socorro – rogó con voz temblorosa.
Solo yo podía socorrerla. No pude dominarme. Corrí hacia la puerta y aunque sabía que mi cerradura era inviolable, arremetí contra ella con todo el peso de mi cuerpo.
Antes de captar qué sucedía, me encontré tendido en la acera.
La puerta jamás había estado cerrada con llave.
Yo nunca había intentado abrirla. Me limité a pedir ayuda de afuera.....
Los quejidos de la anciana y sus suspiros me despertaron de mis pensamientos. Me acerqué y la ayudé a levantarse. La senté sobre las escaleras de la cárcel y me apresuré a llevarle un vaso de agua.
Apenas hube terminado de vendar sus heridas, la anciana se recuperó, me agradeció besándome las manos y se fue.
La calle comenzó a poblarse.
Los automóviles circulaban velozmente tocando el claxon.
Saludé a alguien y me estrechó la mano.
Diversas personas notaron mi presencia y me sonrieron.
Arranqué el cartel de mi cárcel y coloqué en ese lugar un anuncio que escribí:

SE ALQUILA ESTA SALA PARA FARMACIA

Me quedé solo un momento y luego me puse a andar.
De pronto me acordé de que era imposible cerrar con llave desde dentro y a partir de allí me di cuenta de muchas cosas.
La puerta de mi cárcel sólo se abrió cuando estuve dispuesto a dar lo que otro necesitaba de mí: pero permanecía cerrada cuando yo sólo gritaba lo que necesitaba.
La cárcel la había cerrado mi mente al encerrarme exclusivamente en mis propias necesidades.
La cárcel era en encierro en el que me aislaba cuando creía que no tenía nada para ofrecer.
Me apresuré un poco... Estaba ocupado.

¿Encerrarme otra vez?
Castigar al mundo con mi ausencia.
Hacerme un horario repleto de ocupaciones que me entenga alejado de la ventana....
No era ninguna solución.
La razón de mi sentirme mal en casa no se debía a que fuera ese el lugar donde habitaban mi dolor y mis recuerdo, era porque ahí vivía mi incapacidad de pensar en otra cosa que no fuera mi propio sufrimiento y mi frustrada necesidad de amor.
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domingo, 13 de diciembre de 2009

ANIMARSE A VOLAR

..Y cuando se hizo grande, su padre le dijo:

-Hijo mío, no todos nacen con alas. Y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, opino que sería penoso que te limitaras a caminar teniendo las alas que el buen Dios te ha dado.

-Pero yo no sé volar – contestó el hijo.

-Ven – dijo el padre.

Lo tomó de la mano y caminando lo llevó al borde del abismo en la montaña.

-Ves hijo, este es el vacío. Cuando quieras podrás volar. Sólo debes pararte aquí, respirar profundo, y saltar al abismo. Una vez en el aire extenderás las alas y volarás...

El hijo dudó.

-¿Y si me caigo?

-Aunque te caigas no morirás, sólo algunos machucones que harán más fuerte para el siguiente intento –contestó el padre.

El hijo volvió al pueblo, a sus amigos, a sus pares, a sus compañeros con los que había caminado toda su vida.

Los más pequeños de mente dijeron:

-¿Estás loco?

-¿Para qué?

-Tu padre está delirando...

-¿Qué vas a buscar volando?

-¿Por qué no te dejas de pavadas?

-Y además, ¿quién necesita?

Los más lúcidos también sentían miedo:

-¿Será cierto?

-¿No será peligroso?

-¿Por qué no empiezas despacio?

-En todo casa, prueba tirarte desde una escalera.

-...O desde la copa de un árbol, pero... ¿desde la cima?

El joven escuchó el consejo de quienes lo querían.

Subió a la copa de un árbol y con coraje saltó...

Desplegó sus alas.

Las agitó en el aire con todas sus fuerzas... pero igual... se precipitó a tierra...

Con un gran chichón en la frente se cruzó con su padre:

-¡Me mentiste! No puedo volar. Probé, y ¡mira el golpe que me di!. No soy como tú. Mis alas son de adorno... – lloriqueó.

-Hijo mío – dijo el padre – Para volar hay que crear el espacio de aire libre necesario para que las alas se desplieguen.

Es como tirarse en un paracaídas... necesitas cierta altura antes de saltar.

Para aprender a volar siempre hay que empezar corriendo un riesgo.

Si uno no quiere correr riesgos, lo mejor será resignarse y seguir caminando como siempre.

sábado, 5 de diciembre de 2009

LA HUMILDAD

Caminaba con mi padre, cuando él se detuvo en una curva y después de un pequeño silencio me preguntó:
- Además del cantar de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más?
Agucé mis oídos y algunos segundos después le respondí:
- Estoy escuchando el ruido de una carreta…
- Eso es, dijo mi padre. Es una carreta vacía.
Pregunté a mi padre: ¿cómo sabes que es una carreta vacía si aún no la vemos?
Entonces mi padre respondió:
- Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por causa del ruido. Más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace.

Me convertí en adulto hasta hoy, cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo inoportuna, presumiendo de lo que tiene, siendo prepotente y haciendo de menos a la gente, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo:

“Por cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace”.

Una mirada de la humildad consiste en callar nuestras virtudes y permitirles a los demás descubrirlas. Y recordemos que existen personas tan pobres que lo único que tienen es dinero. Nadie está más vacío que aquel que está solo lleno del Yo mismo.
Seamos lluvia serena y mansa que llega profundamente a las raíces en silencio, nutriendo…

Fuente: Pura vida